Estas palabras de Manuel de la Rocha, Jefe de la Oficina Económica de Moncloa a José María Álvarez-Pallete, Presidente de Telefónica (TEF) hasta el viernes, ilustran perfectamente la intervención de los Gobiernos en los consejos de administración de grandes empresas multinacionales, especialmente aquellas que operan en sectores estratégicos como la energía, las telecomunicaciones o el transporte. Aunque esta práctica suele justificarse bajo la premisa de proteger intereses nacionales o asegurar la estabilidad económica, sus efectos negativos son numerosos y, a menudo, contraproducentes.
Sin entrar en sesgos políticos del caso en concreto, ni en valoraciones ideológicas, la injerencia política en el sector privado distorsiona las reglas básicas del mercado. Las empresas deben tomar decisiones basadas en criterios empresariales y financieros, no en los intereses electorales de los dirigentes de turno. Cuando los Gobiernos imponen directrices o colocan representantes en los consejos de administración, las prioridades empresariales se subordinan a agendas políticas, lo que puede resultar en decisiones poco rentables o contrarias a los intereses a largo plazo de la compañía.
En el mercado financiero, la influencia estatal puede tener efectos aún más dañinos. La percepción de control gubernamental desalienta la confianza de los inversores privados, lo que impacta negativamente en la cotización de las acciones. Las empresas percibidas como herramientas del Gobierno enfrentan una mayor volatilidad y una prima de riesgo superior, alejando a los pequeños accionistas que buscan seguridad y rentabilidad para su capital.
Además, el control político erosiona la gobernanza corporativa. Los consejos de administración, que deberían actuar como guardianes de los intereses de los accionistas, se transforman en extensiones del poder estatal. Esto debilita la supervisión interna y aumenta la probabilidad de corrupción o prácticas ineficientes. Las decisiones ya no responden a maximizar el valor para los accionistas, sino a satisfacer demandas políticas.
Un aspecto particularmente injusto es el impacto sobre los pequeños accionistas. Cuando una empresa cotizada sufre pérdidas por decisiones políticas, quienes pagan las consecuencias no son los dirigentes ni los altos funcionarios, sino los accionistas individuales que confiaron sus ahorros al mercado. Este grupo, que no cuenta con el peso político ni los recursos legales para defender sus intereses, se convierte en el principal perjudicado de la intervención estatal.
Es cierto que los sectores estratégicos requieren cierta supervisión para garantizar que operen en beneficio del interés público. Sin embargo, hay mecanismos más eficientes y menos invasivos para lograr este objetivo. Las regulaciones claras y transparentes, junto con una supervisión independiente, son herramientas que permiten mantener el equilibrio entre el interés nacional y el funcionamiento adecuado de las empresas.
En conclusión, la injerencia gubernamental en los consejos de administración de multinacionales estratégicas es una práctica peligrosa que debe ser limitada. Si bien los Gobiernos tienen el deber de proteger los intereses de sus ciudadanos, hacerlo a expensas de la independencia y competitividad empresarial genera más problemas de los que resuelve. Es necesario apostar por un modelo en el que el sector privado pueda operar libremente dentro de un marco regulatorio justo, sin interferencias políticas que erosionen la confianza de los inversores y penalicen a los pequeños accionistas. Solo así se garantizará un crecimiento económico sostenible y un mercado justo para todos.
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